Con los dedos cruzados | Opinión


- Publicado en Ago 24, 2025
- Sección Columnistas

“Todos saben que los dados están cargados, todos tiran con los dedos cruzados”, dice Leonard Cohen en una canción en la cual evidencia que todos a sabiendas de que la vida está llena de trampas y tramposos, insistimos en apostarle. Desde niños nos enseñaron un catecismo ingenuo: estudia, sé obediente, compórtate bien y la vida te premiará. Pero esa letanía nunca fue cierta. Afuera, en la calle real, los triunfos se los lleva el tramposo, el que sabe torcer la ley a su favor.
Y nosotros, los obedientes, ¿qué recibimos? Un asiento en la grada, viendo cómo se reparten las mejores mujeres, los lujos más obscenos y los placeres más baratos entre quienes menos lo merecen. La vida no es justa ni está diseñada para recompensar al honrado. Por el contrario: en muchos países, y Colombia no es excepción, el éxito suele ser hijo de la trampa, del desfalco y del descaro.
Byung-Chul Han advirtió que el sistema nos convierte en autoexplotadores de nuestra propia obediencia: mientras más trabajamos, más se desplaza la promesa de éxito, como un espejismo. Zygmunt Bauman lo expresó con la crudeza de su tiempo: en esta modernidad líquida los que se adaptan con rapidez —aunque sea con trampas— sobreviven mejor que los fieles a las reglas. La flexibilidad moral se volvió moneda de cambio.
Slavoj Žižek remata el diagnóstico: el sistema no castiga a los corruptos, sino a los ingenuos que todavía creen en las reglas del juego. El cinismo dejó de ser una excepción para convertirse en la norma del poder.
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La tradición ya lo sabía. Nietzsche llamó “moral de esclavos” a esa obediencia ciega que solo reproduce cadenas, mientras los fuertes imponen su voluntad. La vida parece funcionar más bajo esas lógicas que bajo el manual de urbanidad con que intentaron domesticarnos.
Pero aún queda algo: la certeza de que no nos traicionamos. No vendimos lo que somos por un pan envenenado. No jugamos con cartas marcadas. Esa es nuestra victoria, aunque no tenga medallas ni champaña.
Camus lo entendió: rebelarse es preservar lo que vale la pena en uno mismo. Ser honesto en un país podrido no es ingenuidad, es resistencia.
El tramposo tendrá su botín. Nosotros, la certeza. Y en ese silencio terco hay una grandeza distinta.

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