El país de los ladrones | Opinión
											
        - Publicado en Nov 02, 2025
 - Sección Columnistas
 
																								En Colombia se roban hasta los silencios. Según Fenalco, los supermercados del país perdieron 160.000 millones de pesos en 2024 por culpa del llamado “robo hormiga”. Una cifra que, puesta sobre el papel, parece escandalosa.
Los gremios lo llaman merma, los empresarios lo etiquetan como pérdida y los noticieros abren con titulares que nos hacen pensar que el país se cae a pedazos porque alguien escondió una lata de atún o un paquete de queso en el coche del mercado.
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El presidente de Fenalco, Jaime Alberto Cabal, alertó que detrás de esta cifra “no solo hay pérdidas económicas para las empresas, sino también un riesgo para el empleo y la sostenibilidad de los negocios más pequeños”.
Pero mientras los medios inflan el drama del robo de menudeo, callan —o apenas susurran— los robos mayores: los de cuello blanco, los de las licitaciones amañadas, los de las nóminas paralelas, los de las refinerías invisibles y los hospitales fantasmas.
No hay cámaras de seguridad para grabarlos, ni celadores que los detengan en la puerta. En vez de bolsas de aluminio, usan decretos; en lugar de tiquetes falsos, actas oficiales; y en vez de cómplices con discapacidad, tienen abogados, asesores y notarios.
Un cuento de Augusto Monterroso empieza así: “Existió un país donde todos eran ladrones. Por la noche, cada uno de los habitantes de este país salía con una ganzúa y una linterna. Cada noche iban a saquear la casa de un vecino. Al regresar cada vecino, cargado de objetos robados, encontraba su propia casa desvalijada, porque recordemos, todos se robaban unos a otros. (…) De esta forma, todos vivían tranquilos: un vecino robaba al otro, y éste a otro diferente, y así sucesivamente, hasta llegar al último que robaba al primero. Se cerraba de esta forma el círculo. ¿Qué conseguían? No había ni ricos ni pobres. Sólo había ladrones”.
La parábola de Monterroso es tan breve como certera. En ella se condensa el absurdo de una sociedad que normaliza el saqueo, hasta el punto de no distinguir entre víctima y victimario. Si uno cambia las ganzúas por decretos y las linternas por sellos oficiales, el cuento podría describir a la perfección la vida pública del país: todos roban y todos son robados.
En Colombia la corrupción no es un delito aislado, sino un río subterráneo que atraviesa el país entero, desde los páramos del poder hasta los caños del barrio. En la política se desliza con la compra de votos o licitación amañada; en la economía toma forma de cartel, de evasión, de sobreprecio con olor a perfume de ministro. En los hospitales roba con bata blanca; en la escuela, con el pan que nunca llega al plato de un niño; en los tribunales, con el fallo que se negocia. Los medios, guardianes del relato, desvían la mirada: amplifican el robo del menudeo y silencian las grandes estafas.
En la calle, el ciudadano común, cansado de esperar justicia, aprende la pedagogía del atajo: soborna, miente, evade, sobrevive. Así fluye ese río de pudrición: une al poderoso y al pobre en una misma corriente de engaño, una corriente que corroe la confianza, el lenguaje, la esperanza.
En este país, donde el mérito se confunde con la trampa y la decencia parece una cosa de locos, la corrupción es la savia oscura que alimenta un árbol torcido, cuyas raíces están en todos nosotros.
El informe de Fenalco habla de un deterioro de valores dentro de las empresas. Tal vez tenga razón: los valores se derrumban no solo en el pasillo de los abarrotes, sino también en los ministerios, en los consejos directivos, en los contratos de infraestructura que nunca terminan. ¿Qué confianza puede pedirse a un cajero que gana el mínimo si el ejemplo de arriba es el saqueo impune?
El verdadero “país de los ladrones” no es el de las góndolas del supermercado. Es el de los despachos alfombrados donde el delito viste corbata y cita a misa los domingos. Es el del dirigente que habla de ética mientras firma la factura doble. Es el del banquero que especula con la pobreza ajena y del periodista que calla por pauta.
Mientras tanto, el hombre de la calle, el que se roba una leche para su hijo o una carne fría para la cena, será exhibido como ejemplo del mal nacional. Y quizá lo sea, pero solo como reflejo del monstruo mayor que lo engendró.
En este país, todos —de algún modo— aprendimos a robar: tiempo, esperanza, confianza, palabra. Algunos lo hacen para sobrevivir; otros, para perpetuarse. Y aquellos, los que saquean desde el poder, son los que han hecho de Colombia un supermercado donde la decencia es el producto más escaso y el silencio, el más costoso.
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