La herida que no cierra | Opinión


- Publicado en Oct 05, 2025
- Sección Columnistas

La vía Bogotá–Villavicencio no es solo una carretera: es el cordón umbilical que conecta a la capital con los Llanos Orientales, una de las regiones con mayor potencial agrícola, ganadero y energético del país. Pero en vez de ser un eje de desarrollo, se ha convertido en un símbolo de abandono estatal, improvisación política y tragedia anunciada.
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En los últimos diez años, la vía ha sufrido más de 4.000 cierres parciales o totales, en su mayoría por deslizamientos. Según el Invías, solo en 2023 los cierres prolongados representaron pérdidas por más de 3 billones de pesos en el comercio y transporte de la región. Transportadores, productores de carne, arroz y palma han visto cómo sus costos se disparan, mientras Villavicencio y el Meta quedan aislados durante semanas.
Lo indignante no es solo la fuerza de la naturaleza, sino la indolencia política. Las obras de mitigación han sido tardías, fragmentadas y sin visión integral. La llamada “doble calzada” sigue siendo una promesa a medio cumplir, plagada de sobrecostos y retrasos. Y mientras tanto, la población paga peajes carísimos por una vía que no garantiza seguridad ni continuidad.
El problema ha escalado a un punto crítico. El pasado 29 de septiembre de 2025, la comunidad de Guayabetal una vez más protagonizó una protesta masiva que bloqueó la carretera, exigiendo soluciones de fondo. Los habitantes denuncian que no hay planes serios de reubicación para las familias en riesgo, que las ayudas por emergencias llegan tarde y que la zona ha sido convertida en un “laboratorio de promesas incumplidas”. La protesta es la expresión más clara de la rabia contenida: cansancio frente a la improvisación estatal y el olvido sistemático de quienes viven a la sombra del derrumbe permanente.
Lo que ocurre en esta vía no es un accidente geográfico sino un fracaso político. No hay un plan de ordenamiento territorial que articule Nación, región y municipios; no se han garantizado corredores alternativos eficientes; y tampoco se ha enfrentado la corrupción enquistada en los contratos de infraestructura. La tragedia se repite como una mala obra de teatro, donde los protagonistas son siempre los mismos: comunidades damnificadas, transportadores quebrados y gobernantes justificando su negligencia.
El país no puede resignarse a que su principal conexión con los Llanos sea una ruleta rusa. La nueva protesta de Guayabetal es una alerta que clama por un cambio estructural. Ignorarla sería condenar a toda la región a seguir atrapada entre derrumbes, deudas y abandono.
Es hora de que la ciudadanía de los Llanos, Bogotá y el país entero deje de esperar milagros de los gobiernos y exija, en bloque, una transformación real de la infraestructura y la política pública. Si la clase dirigente regional no entiende con protestas, deberá entender con movilización organizada. La vía no se arreglará sola: o el pueblo la defiende, o seguirá pagando con vidas y ruina la dejadez de sus gobernantes. Esta vía no es de los contratistas ni de los políticos: es del pueblo.

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