Turismo sin agua | Opinión
- Publicado en Nov 17, 2025
- Sección Columnistas
Hay ciudades que se maquillan para la foto. Ciudades que fabrican festivales para disimular la grieta que crece bajo sus cimientos. Villavicencio, hoy, parece una de ellas. Se vende como destino turístico mientras sus habitantes cargan baldes, improvisan tanques y esperan, durante días, que vuelva el agua.
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Durante meses, la ciudad ha padecido cortes prolongados en el suministro. Los ríos bajan turbios, las redes de acueducto colapsan, y los barrios altos sobreviven entre la sed y la resignación. En lugar de un plan de contingencia serio, la administración insiste en el turismo como salvación, en la economía del evento, en los slogans marketineros. Pero una ciudad que no puede garantizar agua a su gente no está viva: se está desangrando lentamente bajo la pintura fresca de sus campañas publicitarias.
El urbanismo, mientras tanto, avanza con frenesí. Nuevas urbanizaciones crecen como hongos —proyectos de cemento y promesas de confort— sin que nadie sepa de dónde vendrá el agua que las alimentará. Empresas como Amarilo levantan complejos enteros en zonas donde el suministro es inestable o inexistente. Se vende el sueño de vivir en el paraíso verde del Llano, pero el agua, esa promesa invisible, sigue siendo una deuda. Los bosques se talan, los suelos se compactan, los cauces se alteran y nadie responde. La expansión se celebra como desarrollo, aunque en el fondo sea solo otra forma de despojo.
Convertir una ciudad sedienta en vitrina turística es un acto de cinismo político. Es hablar de progreso mientras se condena a los habitantes a vivir entre la escasez, los huecos y la inseguridad. El espacio público se descompone, el microtráfico se expande, la informalidad y la sensación de abandono es creciente.
La vida cotidiana se deteriora, mientras el discurso oficial repite que el turismo traerá inversión, empleo y modernidad. Lo que llega es especulación, tráfico de tierras, proyectos fugaces y una economía que depende del visitante, no del habitante.
La cultura, que podría ser raíz y resistencia, termina reducida a decorado. Las tradiciones llaneras se usan como fondo para la foto del visitante, mientras los verdaderos portadores de esa identidad sobreviven en la sombra. Se confunde la cultura con la marca, la historia con el espectáculo.
Villavicencio necesita planificación y respeto. Necesita gobernantes capaces de mirar más allá del negocio inmediato, de pensar en el territorio como cuerpo vivo y no como vitrina. Porque el progreso no se mide en metros cuadrados, ni en festivales, ni en likes: se mide en la dignidad de quienes abren el grifo y aún esperan. Una ciudad que no puede saciar la sed de su gente no está creciendo: se está secando.
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