jueves, 8 de mayo de 2025
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La dignidad no se abandona en los andenes del poder | Opinión


La dignidad no se abandona en los andenes del poder | Opinión 1
Marcela Amaya

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Por estos días, un mensaje recorre con fuerza las redes sociales y los corazones creyentes del Meta: el lamento por el abandono del Museo Papa Francisco. Un espacio concebido como símbolo de reconciliación, fe y memoria colectiva, hoy permanece cerrado, sumido en la desidia institucional y el deterioro físico. Lo que alguna vez nos llenó de orgullo, hoy nos duele como una promesa rota. Pero más allá del estado del edificio, lo que duele con más fuerza es la incuria de quienes deberían actuar.

Los cargos públicos no son un botín. No son una tabla rasa sobre la que cada nuevo gobierno comienza de cero según sus afectos o intereses. Gobernar exige algo más que administrar: exige cuidar lo que se ha hecho bien, consolidar lo que está en marcha y honrar los compromisos adquiridos con la comunidad, sin importar en qué administración se originaron. La continuidad institucional no es un favor: es una obligación ética y constitucional.

Resulta inadmisible que el destino de un museo que lleva el nombre de una figura universal como el Papa Francisco, cuya visita fue un momento histórico para nuestra región dependa del ego o la mezquindad de quienes no soportan que una obra no lleve su firma. ¿Hasta cuándo seguiremos permitiendo que la vanidad política sea más poderosa que el interés colectivo?

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Y no menos grave es constatar que, en un evento convocado para rendir homenaje al pontífice, algunos ciudadanos hayan sentido la hostilidad de miradas cargadas de prejuicio político. Quien ejerce un cargo de elección popular debe recordar que su mandato no se limita a sus electores. Al asumir, jura gobernar para todos, incluso y sobre todo para aquellos que piensan distinto.

La fe no admite clientelismos partidistas, ni se instrumentaliza como un eslogan. Convertirla en herramienta de exclusión es traicionar su esencia. La espiritualidad, cuando es auténtica, convoca al encuentro, no a la división. No es un acto menor que un ciudadano haya tenido que retirarse de una velatón pública para orar en privado. Es una denuncia silenciosa de algo que debería avergonzarnos: la politización del alma.

El museo que hoy está cerrado representa más que un inmueble: es una prueba pendiente de nuestra capacidad para honrar la memoria, la unidad y el legado espiritual. Su reapertura no es solo una cuestión de presupuesto: es una decisión política que revela, o niega, la voluntad de servir. Porque si no somos capaces de cuidar lo que nos une, entonces estamos dejando que nos gobierne lo que nos separa


Marcela Amaya

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