El peso de los dones | Opinión


- Publicado en Abr 14, 2025
- Sección Columnistas

En algún momento de la infancia fuimos señalados con lo que parecía un regalo: “este niño es inteligente”. Desde entonces comenzamos a vivir bajo el mandato silencioso de no fallar.
La sociedad celebra la inteligencia, pero rara vez se pregunta por las consecuencias de convertirla en identidad. Nos convencieron de que éramos distintos, portadores de un don. En esa creencia quedó atrapado el derecho a dudar. Nos quitaron el gesto de decir “no sé” sin sentir vergüenza.
El niño “inteligente” aprende muy rápido a complacer, a cumplir, a ser brillante. Así, la inteligencia dejó de ser un terreno para explorar y se volvió una expectativa para sostenerse en el mundo.
En la adultez, la etiqueta continúa, aunque ya no sea dicha en voz alta. Está en la mirada que no tolera nuestras inseguridades, en el autoexamen feroz cada vez que algo no nos sale bien. Está en la forma en que nos medimos: por logros, por resultados, por el aplauso ajeno.
Nos disfrazamos de logro, de premio, de respuestas. Tememos al error como si fuera pecado. De esta forma nos robaron el derecho al juego improductivo, a ser lentos. No hay cárcel más cruel que la de no poder ser torpes.
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El llamado a ser “inteligente” se volvió una forma de dulce violencia. No nos enseñaron a resistir la frustración, ni a convivir con el fracaso. Nos entrenaron para huir de ellos, para ocultarlos. Duele cuando la vida se vuelve indomable, impredecible, contradictoria.
Tal vez la verdadera inteligencia esté en reconocer la trampa y desarmarla, en entender que crecer no es acumular certezas, sino ganar la valentía de caminar sin ellas. Acaso la inteligencia no es velocidad ni éxito, sino una manera sensible de habitar el mundo, abierta a la sorpresa, al error y al cambio.
Y quizás sea esa la tarea más urgente: permitirnos ser humanos sin rendirle cuentas a ninguna etiqueta.
La verdadera inteligencia no es tener todas las respuestas, sino hacerse las preguntas con honestidad.

